domingo, 8 de agosto de 2010

Laboratorio de alquimista




En la biblioteca, cuyos postigos mantenían la penumbra, alguien se movió y se inclinó casi partiéndose en dos a su llegada.

—¿Qué hacéis aquí, maese Clemente? —preguntó Joffrey con un matiz de sorpresa en la voz—. Nadie entra aquí sin mi permiso, y no creo haberos dado la llave.

—Perdonadme, señor conde. Estaba haciendo en persona la limpieza de esta habitación, pues no quiero confiar el cuidado de estos libros preciosos a un grosero sirviente —y recogiendo con apresuramiento trapos, cepillos y escabel, se marchó haciendo exageradas reverencias.

—Decididamente —suspiró el monje—, voy a ver aquí cosas harto extrañas: una mujer en un laboratorio, un lacayo en la biblioteca tocando con sus manos impuras los libros que contienen todas las ciencias... En fin, me doy cuenta de que todo ello no amengua en modo alguno vuestra fama. ¡Vamos a ver qué tenéis ahí!

Reconoció, ricamente encuadernados, los clásicos de la alquimia: el Principio de la Conservación de los cuerpos o Momia, de Paracelso; la Alquimia, del gran Alberto; la Hermética, de Hermann Couringus; la Explicatione 1572, de Tomás Eraste, y por fin, lo que lo colmó de contento, su propio libro De la transmutación, de Conan Bécher. Después de lo cual, satisfecho y confiado, siguió a su huésped.

El conde salió del despacho con sus invitados y los llevó hasta el ala donde se encontraba el laboratorio.

Al acercarse vieron salir humo de una gran chimenea coronada por un codo de cobre con la apariencia del pico de un pájaro apocalíptico. Cuando llegaban ya muy cerca el aparato se volvió hacia ellos y mostró su boca, de la cual escapaba una columna de humo fuliginoso. El monje dio un salto atrás.

—No es más que una chimenea con veleta para activar el tiro de los hornos por medio del viento —explicó el conde. —En mi casa, cuando hace viento, el tiro marcha muy mal —dijo el monje.

—Aquí sucede todo lo contrario, porque utilizo la depresión causada por el viento. —¿Y el viento se pone a vuestro servicio?

—Exactamente, como cuando hace marchar un molino de viento.

—En un molino, señor conde, el viento hace dar vueltas a las aspas.

—En mi casa los hornos no dan vueltas, pero aspiro el aire, que así pasa a través de la lumbre y la aviva. —El aire no lo podéis aspirar, puesto que está hecho en el vacío.

—Ya veis, señor, que mis hornos tienen un tiro infernal. El fraile se santiguó tres veces antes de pasar el umbral detrás de Angélica y el conde, mientras el negro Kuassi-Ba saludaba solemnemente con su sable corvo, que volvió a envainar en seguida.

En el fondo del vasto salón ardían dos hornos; otro, idéntico, estaba apagado. Delante de los hornos había extraños aparatos de cuero y hierro, así como tubos de barro y cobre. —Son los fuelles de la fragua que empleo cuando necesito un fuego muy fuerte; por ejemplo, cuando tengo que fundir cobre, oro o plata —explicó Joffrey de Peyrac. Estantes de tablas corrían a lo largo de la sala principal. Estaban cargadas de tarros y frascos que lucían etiquetas marcadas con signos cabalísticos y cifras.

—Aquí tengo una reserva de productos diversos: azufre, cobre, hierro, estaño, plomo, bórax, oropimente, rejalgar, cinabrio, mercurio, piedra infernal, vitriolo azul y verde. Enfrente, en esas bombonas, tengo óleo, aguafuerte y espíritu de sal. En el estante más alto veis mis tubos y vasijas de vidrio y de hierro vidriado, y más allá crisoles y alambiques. En la salita del fondo podéis ver trozos de roca aurífera, mineral de arsénico y diversas piedras de las cuales, fundiéndolas, se obtiene plata. Aquí tenéis plata corné de Méjico, que conseguí de un caballero español que volvía de allí.

—El señor conde quiere burlarse del pobre saber de un monje afirmando que esta materia cérea es plata, porque no veo en ella ni un solo punto que se le parezca. —Os lo haré ver bien pronto —dijo el conde. Tomó un pedazo grande de carbón de una pila dispuesta cerca de los hornos y una vela de sebo de un frasco de boca ancha de la estantería. Encendió la vela en la llama del horno, hizo con un punzón de hierro un hueco pequeño en el carbón, dispuso en él un guisante de plata corné que tenía un color gris amarillento sucio y semitranslúcido, añadió un poco de bórax, diciendo lo que era, y después, tomando un tubo de cobre encorvado, lo acercó a la llama de la vela y sopló sobre el agujerito, lleno de las dos sustancias salinas. Estas se fundieron, se hincharon y cambiaron de color, y en seguida aparecieron una serie de glóbulos metálicos que, soplando más fuerte, el conde fundió en una sola lenteja brillante. Alejó la llama y sacó con la punta de un cuchillo el diminuto y brillante lingote.

—Ved la plata fundida que he sacado delante de vos de esta roca de extraño aspecto.

—¿Y operáis con la misma sencillez en la transmutación del oro?

—No hago transmutación ninguna. No hago sino extraer los metales preciosos de los minerales que los contienen ya, pero en estado no metálico.

El monje parecía poco convencido. Tosió un poco y miró en derredor.

¿Qué son esos tubos y esas cajas puntiagudas? —Un sistema a la manera china de canalización de aguas para lavar arenas auríferas y captar el oro por el mercurio. Cabeceando, el religioso se acercó con circunspección a un horno que roncaba y sobre cuyos fuegos se veían unos cuantos crisoles, algunos ya al rojo.

—He aquí, en verdad, una hermosa instalación —dijo—, pero no se parece ni remotamente al atanor o célebre casa del pollo del sabio.

Peyrac estuvo a punto de ahogarse de risa; después, ya tranquilo, se disculpó.

—Perdonadme, padre, pero la última colección de esas venerables estupideces quedó destruida en la explosión del oro tonante de que monseñor fue testigo el otro día. Bécher adoptó una expresión deferente.

—Monseñor, en efecto, me ha hablado de eso. ¿De modo que conseguís hacer un oro inestable y que estalla? —Llego hasta a fabricar mercurio fulminante, no quiero ocultároslo.

—Pero, ¿y el huevo filosófico?

—Lo tengo en la cabeza.

—¡Blasfemáis! —dijo el monje con agitación.

—¿Qué historia es ésa del pollo y del huevo? —exclamó Angélica—. Nunca he oído hablar de ello.

Bécher le dirigió una mirada despectiva. Pero viendo que el conde de Peyrac disimulaba una sonrisa y que el caballero de Germontaz bostezaba sin recato, se contentó, a falta de cosa mejor, con aquel modesto auditorio femenino.

—Dentro del huevo filosófico es donde se realiza la Gran Obra —dijo, dirigiendo su agudo mirar de fuego a los ojos candidos de Angélica—. La conducción de la Gran Obra se realiza sobre el oro purificado, el Sol, y la plata fina, la Luna, a los cuales se debe mezclar azogue, Mercurio. El hermetista los somete, en el huevo filosófico o matraz sellado, a los ardores crecientes y decrecientes de un fuego bien regulado, Vulcano. Lo cual tiene por efecto desarrollar en el compuesto las potencias generadoras de Venus, de las cuales la especie visible es la piedra filosofal, sustancia regenerativa. De ahí en adelante las reacciones han de desarrollarse en el huevo según un orden cierto que permite vigilar la cocción de la materia. Lo importante, sobre todo, es atender a los tres colores: negro, blanco y rojo, que indican, respectivamente, la putrefacción, la ablación y la rubefacción de la piedra filosofal. En una palabra, la alternancia de la muerte y resurrección por la cual, según la antigua filosofía, debe pasar para reproducirse toda sustancia que vegeta. El espíritu del mundo, mediador obligatorio del alma y el cuerpo universal, es la causa eficiente de las generaciones de todo orden, la que vitaliza los cuatro elementos. Este espíritu está contenido en el oro, pero, ¡ay!, permanece en él inactivo y prisionero. El sabio es quien debe libertarlo. —¿Y cómo procedéis, padre, para libertar a ese espíritu que es la base de todo y está prisionero en el oro? —preguntó amablemente el conde de Peyrac.

Pero el alquimista era insensible a la ironía. Con la cabeza echada hacia atrás seguía su viejo sueño. —Para libertarlo se necesita la piedra filosofal. Y ni siquiera ella basta... Hay que darle impulso con ayuda de la piedra de proyección, cebo del fenómeno que lo transformará todo en oro puro.

Quedóse un momento silencioso, hundido en sus pensamientos.

—Después de años y años de rebusca creo poder decir que he llegado a ciertos resultados. Así, juntando el mercurio de los filósofos, principio hembra, con el oro, que es macho, pero un oro elegido, puro y en hojas, puse la mezcla en el atanor o casa del pollo del sabio, santuario o tabernáculo que todo laboratorio de alquimista debe poseer. Este huevo, que era un crisol en forma de óvalo perfecto y sellado herméticamente para que nada de la materia pudiera exhalarse de él, fue colocado por mí mismo en una escudilla llena de cenizas y metido en el horno. Desde entonces, ese mercurio, gracias al calor y con su azufre interior excitado por el fuego que yo mantenía continuamente en el grado y la proporción necesarios, ese mercurio, digo, llegó a disolver el oro sin violencia y lo redujo al estado de átomos. Al cabo de seis meses obtuve un polvo negro al que yo llamé tinieblas ciméricas. Con este polvo me fue posible formar ciertas partes de objetos de metal vivo en oro puro, pero, ¡ay!, el germen vital de mi purum aurum no era aún lo bastante fuerte, porque nunca pude transformarlo en profundidad y totalmente.

—Pero, sin duda, padre, ¿habréis intentado fortalecer ese germen moribundo? —interrogó Joffrey de Peyrac mientras un relámpago divertido le brillaba en los ojos.

—Sí, y en dos ocasiones creo haber estado muy cerca de la meta. La primera vez he aquí cómo procedí. Hice digerir durante doce días zumos de mercurial, verdolaga y celidonia en estiércol. Después destilé el producto y obtuve un líquido rojo que volví a hundir en el estiércol. Nacieron gusanos que se devoraron unos a otros, excepto uno que se quedó solo. Alimenté a ese gusano único con las tres plantas precedentes hasta que engordó. Entonces lo quemé y lo reduje a cenizas y mezclé su polvo con aceite de vitriolo y el polvo de las tinieblas ciméricas. Pero todo ello fue de pobre resultado.

—¡Qué asco! —exclamó el caballero de Germontaz.

Angélica lanzó una mirada espantada a su marido, pero éste permanecía impasible.

—¿Y la segunda vez? —preguntó.

—La segunda vez tuve una gran esperanza. Fue cuando un viajero que había naufragado en orillas desconocidas me entregó tierra virgen que ningún hombre había hollado antes que él, me aseguró. En efecto, la tierra absolutamente virgen encierra la simiente o germen de los metales, es decir, la verdadera piedra filosofal. Pero sin duda aquel fragmento de tierra no era completamente virgen —concluyó el sabio religioso con aire lamentable—, porque no obtuve los resultados que esperaba.

Ahora también Angélica sentía deseos de reír. Un poco precipitadamente, para disimular su hilaridad, preguntó:

—Pero vos mismo, Joffrey, ¿no me habéis contado que una vez naufragasteis en una isla desierta, cubierta de brumas y de hielo?

El monje Bécher se estremeció, y con ojos iluminados sujetó al conde de Peyrac por los hombros.

—¿Habéis naufragado en una tierra desconocida? Lo sospechaba, lo sabía. ¿Sois, pues, aquel de quien hablan nuestros, escritos herméticos, el que vuelve de la «parte posterior del mundo, allí donde se oye rugir el trueno, soplar el viento, caer el granizo y la lluvia? En ese lugar es donde ha de encontrarse la cosa, si se la busca».

—Un poco había allí de lo que describís —dijo con indiferencia el conde—. Añadiré que también había una montaña de fuego en medio de hielos que me parecieron eternos. Ni un solo habitante. Son los parajes de la Tierra del Fuego. Me salvó un velero portugués.

—Daría mi vida y hasta mi alma por un pedazo de esa tierra virgen.

—¡Ay, padre! Confieso que no se me ocurrió traerla.

El monje le lanzó una mirada sombría y suspicaz, y Angélica vio muy bien que no le creía.

Los ojos claros de la joven iban de uno a otro de los tres hombres que estaban de pie ante ella, en aquel extraño lugar lleno de tubos de ensayo y potes... Apoyado en el montante de ladrillos de uno de sus hornos, Joffrey de Peyrac, el Gran Rengo del Languedoc, dejaba caer sobre sus interlocutores una mirada altanera e irónica. No se esforzaba por ocultar en qué poca estima tenía al viejo Don Quijote de la Alquimia y al Sancho Panza lleno de cintajos. Frente a aquellos dos personajes grotescos, Angélica lo vio tan grande, tan libre, tan extraordinario, que un sentimiento excesivo hinchó su corazón hasta hacerle daño.


Anne y Serge Golon, Angélica, Marquesa de los Ángeles, 1957.

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