lunes, 27 de octubre de 2008

Hamilton, el amante del volcán







Pero cuando haya dispuesto adecuadamente los raros y bellos objetos que poseo, no precisaré salir nunca, ni siquiera me veré obligado a ver a nadie. Así fortificado, puedo alegremente contemplar la destrucción del mundo, puesto que habré salvado todo lo que hay de valioso en él. No queréis dar a otros la oportunidad de admirar lo que habéis coleccionado, dijo el Cavaliere.

¿Por qué habría de interesarme la opinión de quienes son menos inteligentes y sensibles que yo?

Entiendo vuestro punto de vista, dijo el Cavaliere, quien nunca antes había pensado en el coleccionismo como una exclusión del mundo (a pesar de que últimamente el mundo parecía estar en guerra con él) y sus colecciones habían sido una provechosa, así como placentera, conexión entre ambos.

Estaba claro que a su pariente le importaba un comino la mejora del gusto público. Pero, aventuró el Cavaliere, acaso William consideraba que los expertos de una época futura verían sus colecciones y las estimarían en su auténtico valor, con suficiente inteligencia para apreciar lo que él tenía…

Nada me resulta más odioso que pensar en el futuro, le interrumpió William.

Entonces el pasado es vuestro…

No sé ni siquiera si amo el pasado, William volvió a interrumpir con impaciencia. En cualquier caso, el amor no tiene nada que ver con esto.

Ésta fue la primera experiencia del Cavaliere del coleccionismo de venganza. Venganza facilitada por un inmenso privilegio. Su pariente nunca había tenido que pensar si podía permitirse aquello de lo que se encaprichaba o si sería una buena inversión, como el Cavaliere había tenido que hacer siempre. Coleccionar, como todas las experiencias de William, era una aventura dentro de lo infinito, lo impreciso, lo que no había que contar o sopesar. Ignoraba el inveterado placer del coleccionista en hacer inventarios. Éstos describían sólo lo finito, como diría William. No existía el menor interés en saber que uno poseía cuarenta cajas de lacas marroquíes y trece estatuas de San Antonio de Padua y una vajilla Meissen de trescientas sesenta piezas. Y los seis mil ciento cuatro volúmenes de la espléndida biblioteca de Edward Gibbon, que él había comprado al enterarse de la muerte del gran historiador en Lausana (William había despreciado su Decadencia y caída), pero nunca fue ni envió a nadie a buscarlos. Puesto que no sólo tenía que saber exactamente lo que poseía sino que a veces compraba cosas para no tenerlas, para apartarlas de otros; quizás incluso de sí mismo.

En algunos casos, meditaba William, es la idea de posesión lo que a mí me basta.

Pero si no veis y tocáis lo que poseéis, dijo el Cavaliere, no tenéis la experiencia de la belleza, que es lo que todos los amantes del arte (todos los amantes, iba a decir) desean.

¡Belleza!, exclamó William. ¿Quién es más susceptible a la belleza que yo? ¡No es preciso que me ensalcéis la belleza! Pero hay algo todavía más elevado.

¿Qué es…?

Algo místico, dijo William fríamente. Temo que no lo comprenderéis.

Vos me lo contaréis, dijo el Cavaliere (...)

Contadme, dijo él.

Subir tan alto como sea posible, proclamó William. ¿Me expreso con claridad?

Con perfecta claridad. Os referís a vuestra torre.

Sí, si os parece, mi torre. Me retiraré a mi torre y nunca bajaré.

Con eso escapáis del mundo al que reprocháis que os maltrata. Pero también os confináis.

Como lo que hace un monje que busca…

Seguramente no diríais que vivís como un monje, interrumpió el Cavaliere con una risa.

Sí, ¡seré un monje! No me comprendéis, naturalmente. Todo este lujo – William señaló con su esbelta mano las colgaduras de damasco y los muebles rococó – no es menos válido como instrumento del espíritu que el látigo que el monje cuelga en la pared de su celda y descuelga cada noche para purificar su alma”.

Susan Sontag, El amante del volcán (1996)


viernes, 24 de octubre de 2008

Le Gray y los espacios expositivos del XIX


Gustav Le Gray fue uno de aquellos primeros fotógrafos que captaron con sus objetivos los interiores de los espacios expositivos en el siglo XIX. También formó parte de la Misión Heliográfica, aquellos venerables fotógrafos "exploradores del patrimonio medieval y antiguo" (R. Recht), que recorrieron mundo recogiendo los monumentos históricos.

En este Salón de 1852 el espacio tiene una apariencia casi fantasmagórica. Queda iluminado por la luz cenital y las obras de arte yacen solitarias en el museo-mausoleo. Los cuadros se apiñan en las paredes, como sosteniéndose unos contra otros, mientras los más grandes, en las alturas, están como acechando el lugar. Desperdigadas quedan las esculturas, en el centro del largo corredor, en un entorno frío, al decir de Valéry, sin visitantes.

Pero frente a esta visión negativa, también es cierto que la imagen tiene como un aura especial. Capta la fugacidad de un momento, una disposición que ya no existe, un momento del arte que ya no lo es.

Estas fotografías son documentos visuales únicos para los historiadores de los museos y del patrimonio. Reliquias de una memoria que hay que conservar, como auténticos y venerables tesoros, al igual que las grandes obras maestras del arte.

domingo, 19 de octubre de 2008

Denon y el Louvre imperialista




Dominique Vivant, Barón de Denon (1747-1825)


Bajo su dirección el Louvre concentró las grandes obras maestras del arte más reconocidas en sus salas, como el Laocoonte o el Apolo del Belvedere que, tras la Restauración, volvieron, en algunos casos, a sus lugares de origen. Como señaló Goethe, se estaba formando un cuerpo del arte como antes lo había supuesto Roma y con ello se hacía imprescindible para todo artista la visita a este lugar.

Denon fue muchas cosas, sobre todo artista, dibujante, grabador, escritor, diplomático y coleccionista. Como primer director del Museo Central de la Repúbica, futuro Museo del Louvre, es considerado uno de los precursores de la museología y la historia del arte. También es reconocido como autor de novelas galantes.

Es el autor de los hermosos grabados que compiló en su viaje a Egipto, Voyage dans la Basse et Haute Egypte (1802), dentro de la Comisión de Ciencias y Artes que acompañó a Bonaparte y su ejército en la famosa expedición, por lo que se le considera uno de los primeros egiptólogos.


jueves, 2 de octubre de 2008

Federico de Madrazo y los museos florentinos





"La Galería Real me ha gustado muchísimo, tanto los buenos cuadros que allí se ven como las buenas estatuas y los gabinetes de bronce antiguos y modernos y el de alhajas como camafeos, copas, tazas, etc. de piedras duras, etc. etc. etc. (...) Los cuadros de esta Galería pudieran estar mejor colocados; es decir con más orden, y ya que se han puesto los mejores en la Tribuna, podían haber tenido más cuidado en la elección y no haber puesto cosas medianas y cuadros bautizados al lado de otros bellísimos. Aquí se permite bajar los cuadros para copiar y a todo el que quiera (...) La colección del Palazzo Pitti no me ha gustado menos, y me parece que allí hay más orden en la colocación".
Federico de Madrazo, Epistolario, 19 de octubre de 1839

Goethe y la Galería Real de Dresde



"Por fin llegó la ansiada hora en que debía abrirse la galería. Entré en aquel santuario y mi admiración superó cualquier concepto previo que me hubiera podido formar. Esta sala que volvía sobre sí misma, en la que el esplendor y la pureza gobernaban sumidos en el mayor silencio; los deslumbrantes marcos, próximos a la época en que fueron dorados; el suelo encerado; aquellas habitaciones holladas más por espectadores que utilizadas por trabajadores: todo ello infundía una sensación festiva única en su género, similar al recogimiento con que se entra en la casa de Dios, tanto más cuanto que los adornos de algún templo y algún que otro objeto de veneración también aparecían aquí, aunque estinados únicamente a los fines sagrados del arte".


Goethe, Poesía y verdad (1811)