martes, 31 de agosto de 2010

La sacrosanta cuantificación numérica


"Las viejas utopías, aquellas que veían en el museo una potente herramienta de comunicación, de educación, de transformación social, de placer, siguen siendo eso, utopías derrotadas en gran medida por viejos lastres y nuevos mitos en el quehacer museológico. Lastres que tienen que ver con el lugar que cada actor -obras, visitantes, conservadores- ocupan en la escenografía museística, en la cual los distintos componentes no acaban de encajar de manera ágil y armónica, por lo que los resultados obtenidos no son todo lo enriquecedores que cabe esperar. Nuevos mitos que nos remiten al último, al más reciente, al que al fin y al cabo justifica y perpetúa la situación de los museos, al de la sacrosanta cuantificación numérica, según la cual el éxito o el fracaso se mide únicamente en función de la asistencia.
Las cifras de asistencia son válidas y necesarias en muchos campos -análisis de impactos económicos, generación de recursos, proyección publicitaria, etcétera-, pero difícilmente pueden sustentar una estrategia en lo que lo cualitativo debería ser más importante que la notación numérica: siempre será conveniente discernir lo que es auténtico enriquecimiento cultural de lo que no pasa de legitimación social, tanto de las instituciones -que ven en los museos eficaces instrumentos de intervención social, aunque no sea más que aparente, superficial, de imagen- como de los usuarios y degustadores de esa nueva variedad de consumo cultural, quienes buscan en los museos el barniz de distinción que parece otorgar eso que se ha dado en llamar alta cultura".

Iñaki Díaz Balerdi, La memoria fragmentada: el museo y sus paradojas. Gijón, Trea, 2008, pp. 169-170.

Más sobre la importancia que se le da en la actualidad al número de visitantes en Javier Montes, "La lógica de los números"

lunes, 16 de agosto de 2010

Colección Corsini

"Es un museo", dice Duccio Corsini de la casa de su infancia, en el centro de Florencia, donde aún viven sus padres: mil metros cuadrados de planta noble, un jardín de dos hectáreas y, lo más importante, miles de piezas de arte. Un tesoro reunido en novecientos años de negocios, poder y mecenazgo de la familia florentina, que le ha dado a Italia incluso un Papa (Clemente XII) y muchas páginas de historia. Actualmente, Duccio Corsini, de cuarenta y seis años, está considerado el coleccionista privado más importante de Italia. Es su padre, Filippo, quien tiene los derechos de propiedad, pero es él el que gestiona el patrimonio. Su familia está detrás de la Galería Corsini de Roma, con lienzos de Caravaggio, Rubens, Beato Angelico y cientos de obra fruto de una antigua donación al Estado; y de la Galería de Palazzo Corsini, todavía propiedad de la familia, con ciento cuarenta y siete, entre las que se encuentran obras requeridas en préstamo por las exposiciones más importantes de todo el planeta.
XL Semanal. Usted convive con miles de piezas que figuran en los libros de historia, ¿cómo se lleva ser el coleccionista privado más importante de Italia?
Duccio Corsini. El coleccionista compra, mientras que el mecenas escoge el artista y el tema, lo reflexiona, lo sigue. La historia de los Corsini se guía más por el mecenazgo que por el coleccinonismo. En el primer caso el deseo se ve colmado por el hecho de adquirir, de poseer; en el segundo, con ver realizada una idea.
XL. Su palacio está cerrado al público, ¿no tiene cierto sentimiento de culpa por no compartir la belleza que encierran estas paredes?
D.C. Ninguno. Además, todo este que parece un gran privilegio comporta grandes obligaciones y sacrificios: no puedes desentenderte de un patrimonio artístico como éste y en épocas de recursos escasos, la tarea no es tan sencilla.
(...)
XL. ¿Qué le conquista de una obra?
D.C. Su parte estética. No me condiciona su valor, el dinero. Todo ello es mérito y culpa de la educación que he recibido.
X.L. ¿Y cuál ha sido?
D.C. Hasta la muerte de mi abuelo Tommasso, en 1980, la colección privada Corsini no estaba dividida. ¿Cuánto valía aquel Barberini? ¿Cuánto el Benvenuti? Ninguno lo sabía; la medida no era el dinero, sino la belleza. Éste es el corazón de la educación que he recibido. Sólo por temas de herencia tuvimos que hacer inventario y dar una estimación relativa a las piezas. Pero, antes de eso, mi único criterio era: "¿Me gusta?".
X.L. El arte contemporáneo no le conquista, ¿es así?
D.C. No me convence la idea de necesitar que alguien me explique una obra. Sin embargo, si el tema es incomprensible, pero los colores, las geometrías, incluso la nada que hay dentro me gustan, entonces no me interesa saber el significado.
(...)
X.L. Exposiciones abarrotadas por todas partes: ahora, el arte parece estar al alcance de todos. ¿Pasión colectiva o moda?
D.C. Las exposiciones-evento se organizan pensando en los grandes números. La calidad es secundaria. Sin embargo, una exposición debería ser una especie de introducción a un artista, que luego debería estudiarse, posteriormente. No se puede resolver en un día, por ejemplo, conocer Florencia o Venecia, como tampoco es posible que existan museos cerrados o con horarios comprimidos. Del mismo modo, también es absurdo pretender no pagar por visitar una galería o un museo.
X.L. Suena un poco elitista, ¿cómo hace una familia de cuatro personas para crecer culturalmente?
D.C. Creo que debería pagar. Sólo se aprecia lo que se paga. Se disfruta al máximo: lo tienes que pagar. No se pide un descuento por un bolso de Gucci.

Stefania Barbenni, "Duccio Corsini. La Gioconda es un retrato como tantos otros", XL Semanal, n. 1188, 1-7 ago. 2010.

domingo, 8 de agosto de 2010

Laboratorio de alquimista




En la biblioteca, cuyos postigos mantenían la penumbra, alguien se movió y se inclinó casi partiéndose en dos a su llegada.

—¿Qué hacéis aquí, maese Clemente? —preguntó Joffrey con un matiz de sorpresa en la voz—. Nadie entra aquí sin mi permiso, y no creo haberos dado la llave.

—Perdonadme, señor conde. Estaba haciendo en persona la limpieza de esta habitación, pues no quiero confiar el cuidado de estos libros preciosos a un grosero sirviente —y recogiendo con apresuramiento trapos, cepillos y escabel, se marchó haciendo exageradas reverencias.

—Decididamente —suspiró el monje—, voy a ver aquí cosas harto extrañas: una mujer en un laboratorio, un lacayo en la biblioteca tocando con sus manos impuras los libros que contienen todas las ciencias... En fin, me doy cuenta de que todo ello no amengua en modo alguno vuestra fama. ¡Vamos a ver qué tenéis ahí!

Reconoció, ricamente encuadernados, los clásicos de la alquimia: el Principio de la Conservación de los cuerpos o Momia, de Paracelso; la Alquimia, del gran Alberto; la Hermética, de Hermann Couringus; la Explicatione 1572, de Tomás Eraste, y por fin, lo que lo colmó de contento, su propio libro De la transmutación, de Conan Bécher. Después de lo cual, satisfecho y confiado, siguió a su huésped.

El conde salió del despacho con sus invitados y los llevó hasta el ala donde se encontraba el laboratorio.

Al acercarse vieron salir humo de una gran chimenea coronada por un codo de cobre con la apariencia del pico de un pájaro apocalíptico. Cuando llegaban ya muy cerca el aparato se volvió hacia ellos y mostró su boca, de la cual escapaba una columna de humo fuliginoso. El monje dio un salto atrás.

—No es más que una chimenea con veleta para activar el tiro de los hornos por medio del viento —explicó el conde. —En mi casa, cuando hace viento, el tiro marcha muy mal —dijo el monje.

—Aquí sucede todo lo contrario, porque utilizo la depresión causada por el viento. —¿Y el viento se pone a vuestro servicio?

—Exactamente, como cuando hace marchar un molino de viento.

—En un molino, señor conde, el viento hace dar vueltas a las aspas.

—En mi casa los hornos no dan vueltas, pero aspiro el aire, que así pasa a través de la lumbre y la aviva. —El aire no lo podéis aspirar, puesto que está hecho en el vacío.

—Ya veis, señor, que mis hornos tienen un tiro infernal. El fraile se santiguó tres veces antes de pasar el umbral detrás de Angélica y el conde, mientras el negro Kuassi-Ba saludaba solemnemente con su sable corvo, que volvió a envainar en seguida.

En el fondo del vasto salón ardían dos hornos; otro, idéntico, estaba apagado. Delante de los hornos había extraños aparatos de cuero y hierro, así como tubos de barro y cobre. —Son los fuelles de la fragua que empleo cuando necesito un fuego muy fuerte; por ejemplo, cuando tengo que fundir cobre, oro o plata —explicó Joffrey de Peyrac. Estantes de tablas corrían a lo largo de la sala principal. Estaban cargadas de tarros y frascos que lucían etiquetas marcadas con signos cabalísticos y cifras.

—Aquí tengo una reserva de productos diversos: azufre, cobre, hierro, estaño, plomo, bórax, oropimente, rejalgar, cinabrio, mercurio, piedra infernal, vitriolo azul y verde. Enfrente, en esas bombonas, tengo óleo, aguafuerte y espíritu de sal. En el estante más alto veis mis tubos y vasijas de vidrio y de hierro vidriado, y más allá crisoles y alambiques. En la salita del fondo podéis ver trozos de roca aurífera, mineral de arsénico y diversas piedras de las cuales, fundiéndolas, se obtiene plata. Aquí tenéis plata corné de Méjico, que conseguí de un caballero español que volvía de allí.

—El señor conde quiere burlarse del pobre saber de un monje afirmando que esta materia cérea es plata, porque no veo en ella ni un solo punto que se le parezca. —Os lo haré ver bien pronto —dijo el conde. Tomó un pedazo grande de carbón de una pila dispuesta cerca de los hornos y una vela de sebo de un frasco de boca ancha de la estantería. Encendió la vela en la llama del horno, hizo con un punzón de hierro un hueco pequeño en el carbón, dispuso en él un guisante de plata corné que tenía un color gris amarillento sucio y semitranslúcido, añadió un poco de bórax, diciendo lo que era, y después, tomando un tubo de cobre encorvado, lo acercó a la llama de la vela y sopló sobre el agujerito, lleno de las dos sustancias salinas. Estas se fundieron, se hincharon y cambiaron de color, y en seguida aparecieron una serie de glóbulos metálicos que, soplando más fuerte, el conde fundió en una sola lenteja brillante. Alejó la llama y sacó con la punta de un cuchillo el diminuto y brillante lingote.

—Ved la plata fundida que he sacado delante de vos de esta roca de extraño aspecto.

—¿Y operáis con la misma sencillez en la transmutación del oro?

—No hago transmutación ninguna. No hago sino extraer los metales preciosos de los minerales que los contienen ya, pero en estado no metálico.

El monje parecía poco convencido. Tosió un poco y miró en derredor.

¿Qué son esos tubos y esas cajas puntiagudas? —Un sistema a la manera china de canalización de aguas para lavar arenas auríferas y captar el oro por el mercurio. Cabeceando, el religioso se acercó con circunspección a un horno que roncaba y sobre cuyos fuegos se veían unos cuantos crisoles, algunos ya al rojo.

—He aquí, en verdad, una hermosa instalación —dijo—, pero no se parece ni remotamente al atanor o célebre casa del pollo del sabio.

Peyrac estuvo a punto de ahogarse de risa; después, ya tranquilo, se disculpó.

—Perdonadme, padre, pero la última colección de esas venerables estupideces quedó destruida en la explosión del oro tonante de que monseñor fue testigo el otro día. Bécher adoptó una expresión deferente.

—Monseñor, en efecto, me ha hablado de eso. ¿De modo que conseguís hacer un oro inestable y que estalla? —Llego hasta a fabricar mercurio fulminante, no quiero ocultároslo.

—Pero, ¿y el huevo filosófico?

—Lo tengo en la cabeza.

—¡Blasfemáis! —dijo el monje con agitación.

—¿Qué historia es ésa del pollo y del huevo? —exclamó Angélica—. Nunca he oído hablar de ello.

Bécher le dirigió una mirada despectiva. Pero viendo que el conde de Peyrac disimulaba una sonrisa y que el caballero de Germontaz bostezaba sin recato, se contentó, a falta de cosa mejor, con aquel modesto auditorio femenino.

—Dentro del huevo filosófico es donde se realiza la Gran Obra —dijo, dirigiendo su agudo mirar de fuego a los ojos candidos de Angélica—. La conducción de la Gran Obra se realiza sobre el oro purificado, el Sol, y la plata fina, la Luna, a los cuales se debe mezclar azogue, Mercurio. El hermetista los somete, en el huevo filosófico o matraz sellado, a los ardores crecientes y decrecientes de un fuego bien regulado, Vulcano. Lo cual tiene por efecto desarrollar en el compuesto las potencias generadoras de Venus, de las cuales la especie visible es la piedra filosofal, sustancia regenerativa. De ahí en adelante las reacciones han de desarrollarse en el huevo según un orden cierto que permite vigilar la cocción de la materia. Lo importante, sobre todo, es atender a los tres colores: negro, blanco y rojo, que indican, respectivamente, la putrefacción, la ablación y la rubefacción de la piedra filosofal. En una palabra, la alternancia de la muerte y resurrección por la cual, según la antigua filosofía, debe pasar para reproducirse toda sustancia que vegeta. El espíritu del mundo, mediador obligatorio del alma y el cuerpo universal, es la causa eficiente de las generaciones de todo orden, la que vitaliza los cuatro elementos. Este espíritu está contenido en el oro, pero, ¡ay!, permanece en él inactivo y prisionero. El sabio es quien debe libertarlo. —¿Y cómo procedéis, padre, para libertar a ese espíritu que es la base de todo y está prisionero en el oro? —preguntó amablemente el conde de Peyrac.

Pero el alquimista era insensible a la ironía. Con la cabeza echada hacia atrás seguía su viejo sueño. —Para libertarlo se necesita la piedra filosofal. Y ni siquiera ella basta... Hay que darle impulso con ayuda de la piedra de proyección, cebo del fenómeno que lo transformará todo en oro puro.

Quedóse un momento silencioso, hundido en sus pensamientos.

—Después de años y años de rebusca creo poder decir que he llegado a ciertos resultados. Así, juntando el mercurio de los filósofos, principio hembra, con el oro, que es macho, pero un oro elegido, puro y en hojas, puse la mezcla en el atanor o casa del pollo del sabio, santuario o tabernáculo que todo laboratorio de alquimista debe poseer. Este huevo, que era un crisol en forma de óvalo perfecto y sellado herméticamente para que nada de la materia pudiera exhalarse de él, fue colocado por mí mismo en una escudilla llena de cenizas y metido en el horno. Desde entonces, ese mercurio, gracias al calor y con su azufre interior excitado por el fuego que yo mantenía continuamente en el grado y la proporción necesarios, ese mercurio, digo, llegó a disolver el oro sin violencia y lo redujo al estado de átomos. Al cabo de seis meses obtuve un polvo negro al que yo llamé tinieblas ciméricas. Con este polvo me fue posible formar ciertas partes de objetos de metal vivo en oro puro, pero, ¡ay!, el germen vital de mi purum aurum no era aún lo bastante fuerte, porque nunca pude transformarlo en profundidad y totalmente.

—Pero, sin duda, padre, ¿habréis intentado fortalecer ese germen moribundo? —interrogó Joffrey de Peyrac mientras un relámpago divertido le brillaba en los ojos.

—Sí, y en dos ocasiones creo haber estado muy cerca de la meta. La primera vez he aquí cómo procedí. Hice digerir durante doce días zumos de mercurial, verdolaga y celidonia en estiércol. Después destilé el producto y obtuve un líquido rojo que volví a hundir en el estiércol. Nacieron gusanos que se devoraron unos a otros, excepto uno que se quedó solo. Alimenté a ese gusano único con las tres plantas precedentes hasta que engordó. Entonces lo quemé y lo reduje a cenizas y mezclé su polvo con aceite de vitriolo y el polvo de las tinieblas ciméricas. Pero todo ello fue de pobre resultado.

—¡Qué asco! —exclamó el caballero de Germontaz.

Angélica lanzó una mirada espantada a su marido, pero éste permanecía impasible.

—¿Y la segunda vez? —preguntó.

—La segunda vez tuve una gran esperanza. Fue cuando un viajero que había naufragado en orillas desconocidas me entregó tierra virgen que ningún hombre había hollado antes que él, me aseguró. En efecto, la tierra absolutamente virgen encierra la simiente o germen de los metales, es decir, la verdadera piedra filosofal. Pero sin duda aquel fragmento de tierra no era completamente virgen —concluyó el sabio religioso con aire lamentable—, porque no obtuve los resultados que esperaba.

Ahora también Angélica sentía deseos de reír. Un poco precipitadamente, para disimular su hilaridad, preguntó:

—Pero vos mismo, Joffrey, ¿no me habéis contado que una vez naufragasteis en una isla desierta, cubierta de brumas y de hielo?

El monje Bécher se estremeció, y con ojos iluminados sujetó al conde de Peyrac por los hombros.

—¿Habéis naufragado en una tierra desconocida? Lo sospechaba, lo sabía. ¿Sois, pues, aquel de quien hablan nuestros, escritos herméticos, el que vuelve de la «parte posterior del mundo, allí donde se oye rugir el trueno, soplar el viento, caer el granizo y la lluvia? En ese lugar es donde ha de encontrarse la cosa, si se la busca».

—Un poco había allí de lo que describís —dijo con indiferencia el conde—. Añadiré que también había una montaña de fuego en medio de hielos que me parecieron eternos. Ni un solo habitante. Son los parajes de la Tierra del Fuego. Me salvó un velero portugués.

—Daría mi vida y hasta mi alma por un pedazo de esa tierra virgen.

—¡Ay, padre! Confieso que no se me ocurrió traerla.

El monje le lanzó una mirada sombría y suspicaz, y Angélica vio muy bien que no le creía.

Los ojos claros de la joven iban de uno a otro de los tres hombres que estaban de pie ante ella, en aquel extraño lugar lleno de tubos de ensayo y potes... Apoyado en el montante de ladrillos de uno de sus hornos, Joffrey de Peyrac, el Gran Rengo del Languedoc, dejaba caer sobre sus interlocutores una mirada altanera e irónica. No se esforzaba por ocultar en qué poca estima tenía al viejo Don Quijote de la Alquimia y al Sancho Panza lleno de cintajos. Frente a aquellos dos personajes grotescos, Angélica lo vio tan grande, tan libre, tan extraordinario, que un sentimiento excesivo hinchó su corazón hasta hacerle daño.


Anne y Serge Golon, Angélica, Marquesa de los Ángeles, 1957.