Llamaban de apodo a la mendiga - a quien por cierto, se le conocía muy bien que había tenido otra posición en otros días- la Urraca. Era debido el sobrenombre a que la buena mujer se traía para casa toda especie de objetos que encontraba en la calle. Como las urracas ladronas, cogía que lo que veía al alcance de sus uñas, sin más fin que ocultarlo en su nido. La Urraca - cuyo nombre verdadero era Rosario- no hubiera tomado de un cajón un céntimo; pertenecía a la innumerable hueste de descuideros de Madrid que juzga suyo cuanto cae a la vía pública. (...)
Nadie había penetrado jamás en la vivienda de la mendiga. Por lo mismo, la curiosidad de las vecinas era rauda, rabiosa. ¿Qué encerraba aquel misterioso curato tercero interior de la calle de las Herrerías? Y casi- al tener un pretexto para descorrer el velo del misterio- se alegraron, sin decirlo de lo que hubiese podido ocurrir. (...)
Lejos de encontrar, como pensaron, una especie de desván lleno de trastos en desorden, de inmundicias, hallaron tres habitaciones de pobre mobiliario, pero muy arregladas, barridas y sin señal de polvo. (...)
Centenares de cajitas de tabacos de esas pulcras cajitas cuya madera seca y sedosa conserva el aroma de los habanos que han contenido, servían a la Urraca para almacenar y guardar, con primoroso orden, su botín. Se supo después lo que las cajas contenían: como que hubo que tasarlo e inventariarlo. Unas encerraban guantes, doblados, delicadamente; otras, pedazos de encaje; otras, alfileres de todos tamaños y formas, horquillas de todos los metales, peines, jabones, pañuelos, algunos de ellos blasonado y enriquecido con puntos de aguja y Venecia... Había flores artificiales, objetos de cotillón, desorados y marchitos; portamonedas de plata, piel y cartón vil, devocionarios, libritos de memorias, peinas de estrás, agujas de sombreros, frascos de esencias y de medicinas. Había retratos, cartas de amor, letras sin cobrar y, en una cajita especial, billetes de Banco, una bonita suma. Más extrañó el contenido que encerraba un cofre de hierro: amén de ¡un collar de perlas!, alhajillas de menor valor, piedras sueltas, un reloj muy malo, dos o tres sortijas...
Prolijo en verdad sería el recuento del contenido de las cajas: recuérdese todo lo que puede hallarse en la calle, todo lo que diariamente se pierde en una populosa ciudad. (...)
Sí, esta era la clave; yo no podía dudarlo: la Urraca coleccionaba. ¿Qué? Todo; los objetos que nunca, dada su condición social, hubiese podido poseer, los objetos que a ningún fin podía aplicar; los objetos más heteróclitos, pero cuya busca, en la calle, constituían la ventura y la pasión de su ancianidad. Cazadora en la selva de la capital, de noche, a la luz de la pobre candileja, experimentaría emociones de intensidad violentísima al recontar y clasificar el botín. (...)
Y eché la última ojeada al cadáver de la mujer que fue feliz a su manera, que gozó emociones de refinada y estética intensidad...
Emilia Pardo Bazán, Coleccionista (1910)Imagen: Joseph Cornell, Untitled (Penny Arcade Portrait of Lauren Bacall)1945-46. Collection Mr. and Mrs. E. A. Bergman, Chicago
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