jueves, 21 de abril de 2011

Museo de la expresión




16. El manicomio expresivo
Así como está en Cinelandia el hospital más perfeccionado del mundo lleno de objetos de níquel que brillan opíparamente, hay en Cinelandia un manicomio con trazas de gran hotel, pues su comedor está repartido en mesitas, cuarto de duchas y baños, gimnasia, sala de revistas, salón de baile.
Por eso son tan admirables las películas de locos que se impresionan en Cinelandia, porque están hechas con locos fotogénicos, es decir, con antiguos actores de cinematógrafo que enloquecieron en medio de las extrañas y violentas aventuras del cine y por causa también del vicio que anda suelto por Cinelandia.
Para no llamrle manicomio, que descontentaría y asustaría a Cinelandia, ostenta el título de:
MUSEO DE LA EXPRESIÓN
Es el único edificio triste de Cinelandia, el único, porque el hospital tenía todos los adelantos del entretenimiento.
El manicomio del cinematógrafo está lleno de gente que se había quedado en un papel. Cabezas débiles que se creyeron lo que representaron en el silencio de una noche, en un ambiente de tan perfecta trama, que se comprende cómo se creyeron trasladados a otro tiempo y a otra naturaleza.
Aquellos locos actores de cine habían llegado a los más extraordinarios espasmos de la expresión.
Cada uno se podría decir que no tenía más que un gesto original, pero ese muy fijo, inmóvil, y despierto sobre los abismos.
El gesto mudo de los locos sobrepasaba su sentido usual en aquel manicomio de grandes locos, como si en la locura completa y definitiva pudiese haber locos geniales y locos vulgares.
Los locos se enganchan en el mundo y se quedan tan engarfiados en sus espacios, que sus carátulas son como carátulas talladas en la piedra dura del espacio.
Todos eran como recorte de una película inolvidable, como corte en seco de una representación peculiar. Tenía la pesadilla el movimiento de aquella sola expresión de un retal de película que circulase siempre sobre sí mismo en ridícula extensión de madeja que se devana o como cuando los soldados solo marcan el paso sin salir de un trecho, pero como si anduvieran con menudo paso largas distancias.
Películas paradas en la expresión de cincuenta de sus fototipias principales, aquellos locos tenían luz en la expresión como si la máquina luminosa de la proyección iluminase por detrás de la pantalla en proyección lanzada de frente al público.
Allí estaba el célebre Arikson que tanta fama mundial tuvo por cómo se subía a los árboles y lucía una gracia fantástica de simio humano.
Allí estaba Alejandro Bold, aquel tipo tan raro que hacía temblar a los públicos cuando buscaba a alguien delante de sí, paseando su mirada por la sala.
Allí estaba el japonés Hin-Chey, que se había quedado en aquel gesto de terror que parecía ver a todos los dragones en confabulación contra él.
El departamento de mujeres del Museo de la Expresión poseía los más extraños ejemplares del deliquio, las más desvanecidas transportaciones, los ojos en blanco más contumaces.
Mujeres hermosas y extraordinarias están como perpetuadas en el gesto más inverosímil de sus gestos, pensativas, llorosas, querulantes.
Lloran unas un amor que no volverá nunca ni saben dónde está ni dónde se fue, ni si existió jamás. Se volvieron locas de no saben qué, de exagerar un gesto que les mandaron hacer, de verdadera hipocresía sentimental.
Pero están tan locas como las locas verdaderas. Las máquinas paradas de la proyección las enfocan con enfoque permanente y junto a paredes diferentes, ofendiéndolas con resol de locura.
Sus grandes párpados, que ponen un brillo de raso gris sobre sus ojos, entornan sus miradas lánguidas, como lágrimas de pupilas en desangrado pupileo.
(...)
Parece que todas esas locas se acuerdan de la proyección en que toman parte a lo lejos, como en otra vida, cuando aún salían de su gesto y corrían por los caminos en los automóviles de la locura, recibiendo en el rostro el vitriolo de la velocidad que las perseguía.
Sus senos no están locos, pero ya no hay nadie que los acaricie, como no sea como a cabecitas de niños iditoas. Solo los ángeles potrosos, abusones, degenerados de los manicomios revolotean sobre las locas, dejándolas amortiguadas.
Ramón Gómez de la Serna, Cinelandia (1923)
Imagen 1: La chemise rose I, Tamara de Lempicka (1927)
Imagen 2: Despacho de Ramón en Madrid. Imágenes 3 y 4: Despacho de Buenos Aires