"¿Sería actriz? Cara muy pálida, al principio le pareció empolvada, finamente subrayados sus ojos y cejas. Negros como su pelo, que el turbante no llegaba a cubrir por completo. Labios finos, apretados en una raya granate. Un hoyuelo - toque de Venus, los llama Mons- en la barbilla. También se fijó en la finura de sus piernas y en el brillo nacarado de sus medias de seda, en los puntiagudos escarpines blancos. Figura de figurín, así pensó dibujarla Mons, de figurín de Vogue de los tiempos de maricastaña, o de Paul Poiret, aunque de edad indefinida, quizás al borde de los sesenta, bien disimulados. (...)
¿Quién era ella verdaderamente?
¡Rosa Mir!, exclamó Vanderdecker, el gran coleccionista belga, cuando Mons le preguntó por teléfono si conocía a Madame Mayer. Rosa Mir, la violonista prodigio, y no menos pródiga coleccionista, un personaje de leyenda aun antes de convertirse en Madame Mayer y sobre todo después de enviudar en trágicas circunstancias. Se había casado con uno de los fundadodres de la firma farmacéutica suiza Gebrüder Mayer; o con ambos, explicaría malicioso Vanderdecker, porque eran gemelos inseparables, hasta que se produjo el incendio en el que murió el casado con Rosa Mir. Que era española, ¿no lo sabía?, y se le ocurrió que organizaría en su casa una cena en honor de la más extraordinaria coleccionista para que Mons tuviera la oportunidad de encontrarla despierta. Y tanto. La llamativa dama de blanco y boa de pluma blanca (¿la viuda blanca? ¿una forma de llevar el luto en negativo, a la japonesa?) inspeccionando con aire sherlockholmesco o maigretesco un Magritte (una monstruosa rosa roja que ocupaba toda una habitación) que le hacía fruncir el ceño de tal modo que Mons se dijo que ella iría a exclamar "¡Esto no es un Magritte!" o, aún por, "¡Esto no es una rosa!"; pero ella sólo murmuró en francés: "En los buenos tiempos yo tenía la blanca", o así creyó entender Mons, plantado junto a ella en ese pasillo recoleto en el que se alineaban media docena de Magrittes. Dans le bon vieux temps? "Sí, la rosa blanca titulada Le tombeau des butteurs, dijo ella, y señaló el título en el marco de la roja: Le tombeau des lutteurs. (...)
Durante años, a partir del encuentro en Bruselas, Mons acudió a la cita con Rosa Mir en hoteles de medio mundo, o -cuando no podía desplazarse- le enviaba obras adecuadas para distraerla en su soledad de coleccionista trotagalerías.
Mons guardaba, lleno de dobleces, un reportaje reciente de La Vanguardia, de Barcelona, que era todo un curriculum.
ROSA MIR
COLECCIONISTA DE MUNDO
Rosa Mir, viuda de Mayer, barcelonesa nómada, que ya de niña, en los años cuarenta, daba la vuelta al mundo como violonista prodigio, en una meteórica carrera que se interrumpió de pronto misteriosamente después de ganar a los trece años el trofeo del programa de radio neoyorkino "Rising Musical Stars", sigue recorriéndolo incansablemente como no menos coleccionista y mecenas. Tras la trágica muerte en 1982 de su marido, el químico y coleccionista suizo Hadrian Mayer, en el incendio de su villa "Vieux Temps", a orillas del lago de Zurich, al intentar salvar algunas obras maestras de su colección de pintura contemporánea, Rosa Mir se propuso retomar la antorcha-testigo, si así puede decirse, la llama de la pasión del coleccionismo y del mecenazgo, de forma totalmente original de acuerdo a sus gustos y personalidad compulsiva de acaparadora que no para. Según revelaba una crónica del Neue Zürcher Zeitung, a los pocos días del siniestro, Rosa Mir, ante las ruinas aún humeantes de su villa, de la que logró escapar de milagro, decidió no volver a tener un hogar como en el buen "vieux temps" o sólo un hogar al día. De ahí en adelante viviría sólo en hoteles, cambiando de ciudad frecuentemente, como en sus años de violinista. Al comprobar que la inestimable colección de pintura y tantos muebles no menos únicos -en el reportaje se mencionaba especialmente un secreter con cajones secretos obra de Roentgen- habían quedado casi totalmente reducidos a cenizas. Rosa Mir declaraba al Neue Zürcher Zeitung que se proponía constituir de ahí en adelante colecciones "no permanentes" o transitorias, por unos cuantos días, en las habitaciones de hotel que fuera ocupando. (...)
Ella además visitaba incansablemente las principales galerías, anticuarios, estudios de artistas de la ciudad en busca de nuevas piezas. Cuando la habitación del hotel estaba tan repleta, que tenía la sensación de que ya no quedaba sitio ni para ella misma, se resignaba a cambiar de aires y volver a empezar su colección "no permanente" en otra ciudad. Pedía entonces a su amigo el galerista Carles Taché, de Barcelona, que se encargara de desocupar la habitación y distribuir las obras entre otros coleccionistas. En realidad, confesaría Rosa Mir, la pasión del coleccionista se colmaba con conseguir la pieza extraordinaria y guardarla sólo por breve tiempo, a la manera de esos pescadores que se conforman con la emoción de la captura y antes de irse devuelven el pez al agua.
Cada habitación del hotel ocupada por Rosa Mir acababa siendo una suerte de "cabinet d'amateur" y a la vez, sin saberlo o pretenderlo ella, una instalación sui generis". (...)
En la carpeta Imago Mundi, que acaba de presentar en Barcelona el pintor Víctor Mons se recogen muchas anécdotas de la vida y milagros de Rosa Mir, de su mundo mirífico, de su vuelta al mundo en ochenta habitaciones de hotel - en la que no podía faltar la 204 del Hotel Majestic de su Barcelona natal- y de su pasión de coleccionista errante."
Julián Ríos, Monstruario. Barcelona: Seix Barral, 1999.