"El Museo Kaiser Friedrich es un gran edificio triangular, imitación del barroco, construido en la punta de una isla del río Spree, exactamente en medio de Berlín.
Yo no quería ir allí aquella tarde, prefería ia a Neukölln y trabajar en el estudio de Fritz Falke, pero Christoph Keith insistió.
- De ningún modo, tienes que verlo... una de las mejores colecciones del mundo...
No sólo eso. Además, lo más importante era que me encontrara en la galería de pintura del segundo piso, Sección Primitivos Holandeses, Gabinete 68, a las cuatro.
- Es por la luz del sol sobre los cuadros. Te parecerá un lugar muy agradable, Peter. Por favor, tienes que estar allí a esa hora.
Por lo tanto, fui. Me detuve en una librería, compré una guía Baedeker de Berlín, como cualquier otro turista y, sirviéndome de los excelentes mapas, partí del Gendarmenmarkt, atravesé el centro de la ciudad, bajé por Unter den Linden y crucé el amplio puente hacia la isla ocupada por el Palacio del Kaiser, la Catedral y un museo tras otro.
El sol arrojaba destellos cegadores en el agua del canal, los castaños estaban en flor y, pese al café y a la tarta de fresas, mis nervios aún vibraban gracias al Mosela. Mientras contemplaba una larga y negra embarcación que pasaba a mi lado, me percaté súbitamente de que casi me sentía como en mi casa en aquella extraña y complicada ciudad, sensación que nunca había experimentado en París.
Obviamente, Herr Baedeker coincidía con Christoph Keith en su opinión sobre el Museo del Kaiser Friedrich: dedicaba veintiséis páginas de apretada tipografía y muchos diagramas a su contenido, y dieciocho de esas páginas se ocupaban exclusivamente de las colecciones de la Galería de Pintura.
Había oído decir que a los novelistas no les gusta leer novelas porque automáticamente tratan de resolver los problemas de otro escritor, de tal modo que, para ellos, la lectura se convierte en un trabajo en vez de ser un descano. Lo mismo puede decirse de los pintores. Por supuesto, todavía paso horas y horas en el Museo Fogg, en Fenway Court, en nuestros museos de Filadelfia, en el Louvre y en el Jeu de Paume; pero me lleva largo tiempo decidirme a ir a ver un cuadro en particular. Aquella tarde de primavera de 1922 hice una lenta lectura de las dieciocho páginas de la guía Baedeker.
En realidad, olvidé todo acerca del Gabinete 68: todavía me encontraba en el Gabinete 67, observando el Albrecth Dürer ** 557e. Hieronymus Holzschuher, patricio y senador de Nuremberg, el más sutil de los retratos de Durero, pintado en 1526 (adquirido en 1884 por 17.500 l.) cuando una voz a mi lado murmuró:
- ¡Qué estudiante tan serio de la pintura alemana!
Respirando una nube de perfume, me volví y me encontré ante Helena... y Lilí von Waldstein, las dos riendo tontamente."
Arthur R.G. Solmssen, Una princesa en Berlín, 1980.
Yo no quería ir allí aquella tarde, prefería ia a Neukölln y trabajar en el estudio de Fritz Falke, pero Christoph Keith insistió.
- De ningún modo, tienes que verlo... una de las mejores colecciones del mundo...
No sólo eso. Además, lo más importante era que me encontrara en la galería de pintura del segundo piso, Sección Primitivos Holandeses, Gabinete 68, a las cuatro.
- Es por la luz del sol sobre los cuadros. Te parecerá un lugar muy agradable, Peter. Por favor, tienes que estar allí a esa hora.
Por lo tanto, fui. Me detuve en una librería, compré una guía Baedeker de Berlín, como cualquier otro turista y, sirviéndome de los excelentes mapas, partí del Gendarmenmarkt, atravesé el centro de la ciudad, bajé por Unter den Linden y crucé el amplio puente hacia la isla ocupada por el Palacio del Kaiser, la Catedral y un museo tras otro.
El sol arrojaba destellos cegadores en el agua del canal, los castaños estaban en flor y, pese al café y a la tarta de fresas, mis nervios aún vibraban gracias al Mosela. Mientras contemplaba una larga y negra embarcación que pasaba a mi lado, me percaté súbitamente de que casi me sentía como en mi casa en aquella extraña y complicada ciudad, sensación que nunca había experimentado en París.
Obviamente, Herr Baedeker coincidía con Christoph Keith en su opinión sobre el Museo del Kaiser Friedrich: dedicaba veintiséis páginas de apretada tipografía y muchos diagramas a su contenido, y dieciocho de esas páginas se ocupaban exclusivamente de las colecciones de la Galería de Pintura.
Había oído decir que a los novelistas no les gusta leer novelas porque automáticamente tratan de resolver los problemas de otro escritor, de tal modo que, para ellos, la lectura se convierte en un trabajo en vez de ser un descano. Lo mismo puede decirse de los pintores. Por supuesto, todavía paso horas y horas en el Museo Fogg, en Fenway Court, en nuestros museos de Filadelfia, en el Louvre y en el Jeu de Paume; pero me lleva largo tiempo decidirme a ir a ver un cuadro en particular. Aquella tarde de primavera de 1922 hice una lenta lectura de las dieciocho páginas de la guía Baedeker.
En realidad, olvidé todo acerca del Gabinete 68: todavía me encontraba en el Gabinete 67, observando el Albrecth Dürer ** 557e. Hieronymus Holzschuher, patricio y senador de Nuremberg, el más sutil de los retratos de Durero, pintado en 1526 (adquirido en 1884 por 17.500 l.) cuando una voz a mi lado murmuró:
- ¡Qué estudiante tan serio de la pintura alemana!
Respirando una nube de perfume, me volví y me encontré ante Helena... y Lilí von Waldstein, las dos riendo tontamente."
Arthur R.G. Solmssen, Una princesa en Berlín, 1980.